Muerte entre poetas by Ángela Vallvey

Muerte entre poetas by Ángela Vallvey

autor:Ángela Vallvey [Vallvey, Ángela]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2008-11-01T00:00:00+00:00


RECUERDO DE LA MUERTE

«Vaya, otra mujer abandonada —pensó Nacho cuando terminó de leer—. Cualquiera diría que invariablemente son los hombres quienes abandonan a sus amantes», se dijo. No tardaría en darse cuenta de que no siempre es así.

Decidió pasar rápidamente por el baño y luego bajar a desayunar. Tenía la cabeza cargada de presentimientos, envuelta en un espeso nubarrón de dolor incipiente. Creía sentir la presión atmosférica de la Tierra entera comprimiendo sobre un punto entre sus cejas. Un observador atento probablemente le vería salir isobaras de las orejas en lugar de pelos.

Se tomó un ibuprofeno, y supo que no le iba a sentar bien con el estómago vacío.

El comedor ya tenía el desayuno dispuesto, a la manera de los hoteles de ambiente familiar que se recomiendan en las revistas femeninas. Zumos más o menos naturales, café a discreción, té, bollos, huevos, tostadas y variedad de mermeladas y cereales.

Carlos y su mujer, Alina, revoloteaban alrededor de la mesa con mantel donde se desplegaban las viandas, muy serios y formales, preguntando a cada momento si los invitados deseaban más. «Todos queremos más, siempre», rumió para sí Nacho, y dijo «¡Buenos días!» en voz alta. Sólo algunos de los presentes le respondieron.

Rocío estaba sentada sola, apartada del resto, entre dos sillas vacías. Llevaba puestas unas gafas de sol y tenía aspecto de adolescente malhumorada que no perdona el madrugón. No se acercó a ella porque supuso que no sería muy bien recibido.

Richard Vico no estaba a la vista.

Cristina Oller se aproximó a Nacho con un mohín de complicidad en los labios. Mientras se servía un café, largo de leche esta vez, la mujer se arrimó tanto a él que pudo sentir la forma de su pecho rozándole contra el codo. Lo retiró con delicadeza, pero con premura.

—Buenos días. Te escribí un e—mail —dijo ella—. ¿Lo has visto?

—¿Eh? Ah, sí. Gracias.

Lo miró mientras se servía la leche y un vaso grande de zumo.

—Bueno, ¿y…?

—Te agradezco la confianza, Cristina. No debe ser fácil desahogarse así con un extraño.

—Tú no eres un extraño para mí —negó con la cabeza, y Nacho supuso que lo que acababa de hacer enviándole su particular confesión era, sobre todo, un ejercicio terapéutico——. Te conozco. He leído todos tus poemas. Incluso dos inéditos que aparecieron hace unos meses en la revista de la FNAC.

—Ah, vaya. Es todo un detalle por tu parte. Pero… No sé cómo decirte esto, pero me gustaría mandarle tu texto a mi tía y a un amigo. Son de toda confianza; así y todo, quiero pedirte permiso.

Cristina sonrió. La sonrisa acudió a sus labios como quien se precipita a abrir una puerta, aunque en sus ojos casi podía leerse un cartel de «Prohibido el paso». Su cuello de mangosta prematuramente envejecida se movió de un lado a otro.

—Puedes enseñárselo a quien quieras. Ya lo he publicado.

—¿Cómo dices?

—Que lo he publicado. Sólo tuve que cambiar los nombres, y lo publiqué. Me pidieron un texto para un libro colectivo, de varias autoras. El tema era la mujer hoy día.



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